Por eso la Escritura nos enseña que la santidad es el fin de nuestra vocación, en la que siempre debemos tener puestos los ojos, si queremos responder a Dios cuando nos llama.
Porque, ¿para qué sacarnos de la maldad y corrupción del mundo, en la que estábamos sumidos, si deseamos permanecer encenagados y revolcándonos en ella toda nuestra vida?
Además, nos avisa también que si queremos ser contados en el número de los hijos de Dios, debemos habitar en la santa ciudad de Jerusalem (Sal. 24,3), que ha dedicado y consagrado a sí mismo y no es lícito profanarla con la impureza de los que la habitan.
-Juan Calvino – Institución de la Religión Cristiana – Capítulo IV